Este verano falleció el escritor malagueño Pablo Aranda. Con su pérdida nos quedamos sin el novelista que nos regaló tan buenos momentos de lectura. Perdimos al gestor cultural que facilitó en nuestra ciudad encuentros con los libros y el pensamiento, realizados siempre desde la cercanía y la naturalidad. Su familia y amigos lo echarán de menos de una forma que duele, estoy convencida. Y los que tuvimos la suerte de conocerlo y coincidir con él en esta Málaga que tanto amaba echaremos de menos su sonrisa siempre franca, su acogida cálida, la sencillez a la hora de hablar, el humor siempre a flor de piel y esa forma de interesarse realmente por lo que opinaban sus lectores.
De Pablo quedan muchas cosas en nuestro recuerdo y también sus libros: sus novelas y artículos para adultos y las historias infantiles protagonizados por Fede, un personaje al que hemos visto crecer a lo largo de estos años. “Fede quiere ser pirata”, “El colegio más raro del mundo” y “Las gafas azules”, los dos primeros con las ilustraciones de Esther Gómez Madrid y el último con las de Alejandro Villén, artistas que suman con su imágenes un plus a estas historias.
No resulta sencillo lograr dar una voz verosímil a un niño, muchos grandes escritores lo han intentado y pocas veces se ha hecho con acierto. No ocurre esto con Fede: con él entramos directamente en el universo infantil, en las preguntas encadenadas y sus ilógicas conclusiones, en esa mirada asombrada con la que los niños se enfrentan al mundo. Fede existe y nos invita a acompañarlo en sus trasiegos cotidianos, en las cosas que le pasan a diario en el cole, en casa, con sus amigos.
No hay aventuras extraordinarias sino la extraordinaria aventura de vivir. Fede nace en una casa feliz, en una escuela sin problemas, en un mundo amable. Son libros escritos para divertir, que es el primer objetivo de una historia para niños, pero eso no significa que no nos hagan reflexionar. La integración, la discapacidad, el miedo a sentirse diferente son algunas de los temas que aparecen en los libros de Fede y lo hacen con la naturalidad con la que se entrelazan en la vida diaria , huyendo de esa intención moralizante y pedagógica que impregna la literatura infantil de la última década.
Fede desmenuza las palabras, las mezcla y desordena en una ingeniosa recreación del lenguaje. Dice lo que piensa sin filtros con una espontaneidad que nos recuerda a la de Celia, Manolito Gafotas o el pequeño Nicolás.
Pablo Aranda confiesa en sus entrevistas que comenzó inventando esas historias para sus hijos, lo mismo que le ocurrió a Roald Dahl, y que se divertía compartiendo aventuras con ellos. Ellos fueron sus críticos más severos y sus consejos ayudaron, sin duda, a que Fede sea un niño de verdad.
Fede sonríe como Pablo y como Pablo utiliza las palabras para hacernos felices. Ingenio y humor, ingredientes de los que estaba hecho nuestro autor.
Gracias Pablo, hasta siempre.