Este verano me ha tocado la emotiva y extenuante tarea de desocupar la casa de mis padres.
Los que han pasado por esta experiencia saben de lo que hablo: detrás de cada objeto, cajón, o fotografía se encuentran agazapados los recuerdos y uno siente, cuando desecha alguno, que está cometiendo una pequeña traición. Mis padres han vivido en un lugar hermoso y eran hermosos también los objetos y libros que los rodearon conformando, del mismo modo que lo hacía el mundo que se asomaba por las ventanas, nuestro paisaje vital.
Desprenderme de los libros ha resultado difícil, algunos títulos los he tenido frente a mí a lo largo de muchos años y desechar “El ajedrez es un juego fácil”, “Los que vivimos” o “Cuerpos y almas” ha supuesto una pequeña quiebra con cada título. No importa que nunca jugara al ajedrez ni que la letra de “Cuerpos y almas” sea ya demasiado pequeña para mis cansados ojos: abandonarlos duele.
Detrás de las colecciones de Salgari o el Coyote veo a mi padre-niño absorto en sus aventuras y sigo escuchando la voz de mi madre cuando abro un libro de poesía y los versos de Machado me susurran al oído. A veces un título me sorprende por lo insólito y recuerdo que en tiempos de lectura voraz y bolsillo ajustado, los libros se compraban al peso y en ese kilo cabía un poco de todo.
Pasar las páginas de “Alrededor del mundo” me retrotrae a las tardes compartidas con mi abuelo, que me enseñaba lo extrañas y maravillosas que podían resultar otras culturas y me animaba a buscar en el atlas dónde estaban esos remotos lugares de los que el libro hablaba.
Libros también para mirar, deleitándome junto a mi madre ante la explosión de color de los impresionistas, descubrir que se puede «pintar» el aire en «Las Hilanderas» o transportarnos de la mano de Cusachs al corazón de una batalla sin sufrir ni un solo rasguño.
Primeras páginas que hablan en sus dedicatorias de amistad y admiración, muchas veces acompañadas de cartas de agradecimiento de las que se dejaban copia para dar relevancia a la historia compartida.
Premios Nobel y Clásicos Españoles en papel de biblia y lomos de cuero. Agatha Christie, obras completas encuadernadas en rojo y la colección de RTVE de libros de bolsillo que se desencajan al pasar las primeras páginas: todos formando un anárquico ejército entre los que resultaba milagroso encontrar un título concreto.
Historia. Historias. La heroica historia familiar. Historia de España. Historia universal. Historias íntimas y personales. Historias de guerras y de descubrimientos. Biografías. La misma historia contada por bandos distintos.
Tropezar con un libro de Gila y volver a reír con sus viejos chistes; latir una vez más con la primera frase de “Guerra y Paz”: humor y amor compartiendo estante y dándonos lecciones de vida.
Buscar sin resultado una novelita que se llamaba “Bajo el cielo del Oeste” y alegrarme de no encontrarla: quizá Eugène, mi primer amor literario, no estuviera a la altura de mi recuerdo.
Y descubrir en cada estantería la curiosidad insaciable de mis padres que atesoraron meticulosamente todo lo publicado sobre temas de interés personal, con anotaciones, páginas señaladas y comentarios sobre lo que en ellas aparecían. Ellos están allí, entre las líneas, escribiendo otra historia que nos pertenece a mí y a todos mis hermanos y que he releído con atención y emoción en estos días.
Soy consciente de que todos esos libros no pueden encontrar cobijo en nuestras casas de ahora, pero me gusta proporcionarles nuevas vidas poniéndolos en manos de aquellos que puedan apreciarlos. Está resultando también una tarea hermosa esa de buscarles acomodo y encontrar otros lugares donde vuelvan a ser felices porque, estoy convencida, en casa de mis padres lo fueron.