Después de mucho tiempo de ausencia, una anécdota irresistible me ha traído de nuevo a este espacio recordándome que con el comienzo de curso llega nuevamente el taller “En el regazo de un libro”.
Estos encuentros se realizan preferentemente en Centros de Educación Infantil, ya que en estos primeros años los padres están muy concienciados del papel decisivo que tienen en la formación de sus hijos. Son talleres muy participativos en los que reflexionamos de forma conjunta sobre la importancia del hábito lector, el valor de las historias y lo determinante del ejemplo para crear el gusto por la lectura. Analizamos su comportamiento dentro del hogar y suelen salir con un firme propósito de modificar algunas conductas y de dedicar diariamente un rato, aunque sea breve, a compartir historias con los pequeños.
Cada año veo aumentar el número de padres que se confiesan no lectores argumentando la falta de tiempo y , con cierto pudor, su conexión permanente al móvil. También son muchos los que reconocen que nunca les leyeron historias durante la infancia y escuchan con envidia los recuerdos y comentarios de los que sí tuvieron ese privilegio. Han desaparecido en muy pocos años del imaginario colectivo esas historias clásicas que hilvanaron a las distintas generaciones y han sido sustituidas por el universo televisivo con el que crecieron estos jóvenes padres. Realmente triste.
Desde Argentina nos llega una historia conmovedora que se recoge en la revista “Leer en comunidad” publicada por el Ministerio de Educación de este país y que viene muy al hilo de este taller.
En una escuela mendocina, una maestra muestra a un grupo de chicos de 5 años la portada de un libro para despertar su interés. Uno de ellos, entusiasmado, confiesa: “Yo lo tengo, mi papá me lo lee todas las noches” y se dispone, expectante, a escuchar ese cuento por él conocido. Cuando su profesora comienza la lectura, el chico interrumpe varias veces diciendo que la historia no es así, a lo que la maestra, después de asegurarle que ella simplemente lee lo que pone en el texto, le dice que seguramente será otro libro el que lee con su padre.
Continúo con las palabras de María Inés Bogomolmy , mediadora responsable del programa «Leer es contagioso» : «Félix es uno de los chicos de mejor nivel lingüístico en su grupo: participa cotidianamente con comentarios oportunos que agregan información, tiene mucho sentido del humor, pregunta, argumenta, opina, comparte, desplegando un vocabulario muy rico… ‘¿Qué está pasando acá?’, se pregunta la maestra. Habla con los padres y cuando, con el libro en la mano, les cuenta la anécdota, el padre confirma que, efectivamente, tienen el mismo libro en la casa y que se lo lee todas las noches. Pero, cuando ella le dice que Félix discute todo el tiempo el contenido del cuento, el padre, entre sonrojado y sonriente, le confiesa que él no sabe leer.
La maestra queda perpleja mientras el padre de Félix le cuenta que no saber leer ni escribir le ha significado tantos problemas en la vida… por empezar, el feo sentimiento de ser menos, y después, bronca, rabia, tanto que al nacer Félix se dijo: ‘A mi hijo no le va a pasar lo mismo’. Y se le ocurrió ‘leerle’ todas las noches ese libro que tenían en la casa. ‘Pero le inventaba… –dice el padre–, le inventé un cuento que me grabé de memoria y todas las noches se lo repetía tal cual para que Félix no se diera cuenta de que yo no sé leer’.(p.44)
En un mundo como el nuestro en el que la educación y los libros son de fácil acceso, esta anécdota debe de servir de revulsivo y provocar el compromiso de compartir más momentos de lectura con nuestros hijos. El padre de Félix quiso darle lo que él no tuvo pero sabía importante. Podía haberle contado una historia simplemente, haberla inventado sin tener el libro entre sus manos , pero entendía que el libro era necesario, esencial para transitar con paso firme por el mundo.
Yo también reivindico, como el padre de Félix, compartir historias con el libro en la mano. Inventemos y contemos cuentos, llevemos a los niños a sesiones de narración, al teatro, al cine, pero no nos olvidemos del libro, al fin y al cabo, sigue siendo un refugio único, un espacio en el que detener el tiempo y poder encontrarnos con nuestros hijos y con ese mundo infinito que se abre tras cada portada.